Antonio Benítez Rojo

El mar de las lentejas

Editorial Letras Cubanas

La Habana 1979

versión polaca

 

 

XVI

p. 89

—¡No me den tormento! —suplicaste—. Digo verdad. No he escondido nada, no me callo nada. Sólo he visto las pepitas y el polvo de oro que llevan los indios al fuerte. Si hay minas en el Cibao, juro que ningún español las ha visto.

—Sí que hay minas —dijo el Almirante con suavidad, casi con ternura—. Minas riquísimas, abundantísimas; minas como desean los Reyes, como deseo yo, como desean los hombres que han venido conmigo y que agora lloran como mugeres por tornarse a España.

—¡Ay Dios mío! —sólo atinaste a decir, sin poder separar tu mirada de aquellas pupilas febriles, que parecían arder y humear como tabacos de indios.

—La Isabela ha de ser para aquestas tierras lo que fue Roma para Europa —continuó el Almirante, poniendo su dedo en el centro del pergamino—. ¿Mas quiénes la habrán de construir, quiénes edificarán con eterna piedra mi palacio, las casas de los principales, la iglesia, los molinos, las murallas..., si todos están en la astucia de traicionarme, de rebelarse contra mí y huir en las naos?

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XIX

pp. 114-115

(…) así, felices, navegarían hacia el sudoeste, empujados por un viento arenoso y caliente, y una mañana aparecería a estribor, cortada en el tope por las nubes, una roca entre parda y violeta, y sería el Teide, y Will y él preguntarían a su padre si podrían escalarla, y el viejo, casi nada borracho aquella mañana, hablaría muy en serio de que en las cumbres del Teide vivían gigantes y dragones, contaría que una vez había visto a un gigante hundir un tronco de árbol, como si fuera una pluma de ganso, en el ojo izquierdo de un dragón, aunque éste se las había arreglado, antes de morirse en rugidos, para despanzurrarlo con su cola de escamas verdes; ellos preguntarían por segunda vez si podrían subir a la montaña, y el viejo [-114;115] diría que allí también había visto un gigante dormido, por cierto mucho más corpulento que el que había combatido con el dragón, y no se despertaba con ningún tipo de ruido o cosquilleo, pues los de esa talla dormían seis meses de un tirón porque un día y una noche no les alcanzaba para nada, ni siquiera para un pestañazo, y aquel gigantón dormía plácidamente, sin molestarse porque los pájaros anidaran en su blanca barba y dieran de comer allí a sus polluelos, por supuesto debía tratarse de un buen gigante, al menos así dormido y lleno de nidos no parecía malvado sino tranquilo y un poco raído, aunque en verdad uno nunca sabía a qué atenerse con los gigantes.

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XX

p. 121

Fuime derecho a lo del portugués y hállele acomodando sus ropas y enseres en unos cofres con que le había regalado el Adelantado. Saludóme con buenas maneras y tornóse a meter sus cuadernos y semillas en las honduras de los cofres, mas yo le dije:

—Me habéis de acompañar, don Rodrigo, que el señor de Aviles os quiere para que le entreguéis vuestros polvos mágicos.

—Mágicos no son —sonrióse el portugués—, que no soy nigromántico y sí estudioso y catador de la naturaleza, cual lo fueron Aristoteles y Plinio, pues en ella y no en otro lugar puso Dios los remedios a los males de los hombres.

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XXVIII

pp. 193-194

Hawkins no olvidaría aquella tarde de Adeje, batida por el oscuro viento; la magistral baraja de entusiasmo, astucia y simulada inocencia que desplegara Pedro de Ponte para atraerlo a sus cálculos, se hundiría en su memoria como un clavo de bronce; la imagen de aquel hombre envejecido que flotaba en su estrafalaria hopalanda de seda negra, que trazaba rumbos aventurados sobre la carta de Guillaume le Testu al tiempo que ahuecaba la mano como si sopesara una invisible bolsa de oro o una perla del tamaño de un huevo de gallina, que ladeaba la cabeza ora guiñándole un ojo a Inés para que escanciara más vino, ora [-193;194-] para que interviniera en su favor con una alegre parodia de la frase de César, todos aquellos gestos y matices de la voz, su dignidad amable, su delicado regocijo, quedarían cosidos al forro de la capa de Hawkins, dibujarían las líneas de un patrón de conducta que habría de remedar en los enconados negocios y situaciones que en lo adelante colmarían su vida.

 

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